Sede Jesús María Álvarez, Institución Educativa Rafael Uribe Uribe
Sede Jesús María Álvarez, Institución Educativa Rafael Uribe Uribe
Como dice ChocQuibTown, “De donde vengo yo, la cosa no es fácil, pero siempre igual sobrevivimos”. Soy el octavo de once hermanos. Nacido en las orillas del río Opogodó. Pequeño lugar que tanto extraño, donde brillan y abundan el oro y el platino; pueblo que me vio crecer en sus calles viejas de arena y barro. En mi terruño la gente cree que solo por la educación se asciende a la libertad, pues de lo contrario nos sumergimos en la ignorancia que nos desciende a la servidumbre. Es este pensamiento el que me llevó a convertirme en quien soy: un docente enamorado y feliz de transformar la vida de los estudiantes y las estudiantes que pasan por mi aula de clase.
En lo más alto y alejado del municipio de Valparaíso, entre montañas y cafetales, se encuentra una pequeña vereda que, en tiempos de invierno, la niebla hace que parezca desolada y tenebrosa. Estoy hablando de un lugar que tiene nombre de resaca: El Guayabo, comunidad de gente amable y trabajadora. Cuando naces allí te enseñan las labores del campo: arar, cultivar y sembrar. Desde este lugar tan frío y acogedor puedes divisar la majestuosidad de los farallones de La Pintada y cómo el río Cartama, en su zigzaguear, va bajando para desembocar en el Cauca. Es aquí donde está ubicada la sede Jesús María Álvarez, una posprimaria en la cual llevo como educador cinco de los trece años que tengo de experiencia. Esta sede, de solo cuatro paredes con dos grandes ventanales, sirve de aula a treinta y un soñadores, responsables e inquietos por el saber.
¿Quieres saber cómo empezó Contado por los Abuelos? Me remontaré al año 2022. Mi hija Salomé, que para la época tenía un añito, presentaba un cuadro de vómitos; así que fui a consultar en el hospital del municipio, y para ellos la niña no tenía nada más que un daño estomacal; pero el amarillo en sus ojos y el chirriar de los dientes me confirmaban que se trataba de un ataque de las enemigas y traicioneras de todo bebé: las lombrices. Fue entonces cuando recordé las palabras de los viejos: el médico en la ciudad y el yerbatero en el pueblo; así que decidí preguntarles a mis estudiantes cómo curan las lombrices en la vereda. Sus caras hablaban del desconocimiento que tenían. Con asombro les dije: “Y cuando sus hermanos pequeños tienen lombrices, ¿qué hacen en sus casas?”. Sus respuestas fueron “mi mamá y mi papá son los que saben”. Les pregunté: “¿Y ustedes por qué no han querido aprender?”. “Profe, es obvio, somos del siglo XXI y a nosotros nos gusta TikTok, YouTube, solo redes sociales”. Ante esta situación les conté por lo que estaba pasando mi hija y la importancia que tenía saber sobre el uso de las plantas medicinales.
Esta situación me llevó a pensar en implementar una estrategia tendiente a rescatar y preservar los saberes medicinales ancestrales relacionados con el uso de la flora, con el objetivo de que estos perduren en las generaciones venideras. Todo esto partiendo de que la medicina natural se presenta como la primera alternativa que tenemos ante una enfermedad o emergencia, y más en una comunidad cuyo centro hospitalario municipal está lejos de aquella y el acceso se dificulta por el estado de las vías y por la escasez de servicio vehicular.
La pregunta que entonces rondaba por mi mente era “¿cómo lograr esto?”. Fue así como decidimos que cada estudiante iría a su hogar a indagar con sus padres, tíos y vecinos sobre el nombre de plantas que sirvieran para la curación de diferentes tipos de enfermedades. Hicimos una lista de más de noventa: encontramos el acetaminofén, el eneldo, la amoxicilina, el amarrabollos y la penicilina, por mencionar algunas. Con tantos nombres de plantas, realizamos una clasificación según fuera su facilidad de consecución en la vereda. Llamamos existentes a aquellas que en toda huerta y azotea estaban, de poca existencia a las que solo tenían algunos habitantes y extintas a las que desaparecieron.
Ahora bien, a camino largo, paso corto, y con tantas plantas nos concentramos en el estudio de solo diez de la lista. Así, cada estudiante tomó tres ejemplares teniendo en cuenta la clasificación anterior e indagó con sus padres sobre el uso que se les daba para curar alguna enfermedad. Registramos, por ejemplo: “El abuelito decía, en voz sencilla, que la rosa amarilla alegra la vista, sin rencilla, que si no respiras bien, el eucalipto blanco debes beber y, si se trata de falta de concentración y mala memoria, nada más bueno que el aroma de la menta como la cura perfecta”.
Cada paso que debamos en el proyecto traía consigo una nueva pregunta: ahora, ¿cómo hacemos para que este conocimiento no muera con ustedes y que perdure en el tiempo? De repente la voz que menos se escucha en el salón entre dientes dijo: “Sembremos y dibujemos”, “perfecto”, gritaron los compañeros. Con esta idea, y considerando el conocimiento de los estudiantes sobre siembra, inmediatamente empezamos a organizar las huertas de la sede: unos desyerbaban, otros araban, otros abonaban y no faltó el perezoso que solo miraba, pero de vez en cuando una que otra maleza quitaba.
Al otro día empezamos a sembrar en las huertas y también en materas, pues, según decían algunos niños, no todas se pueden poner en tierra, pues se mueren y no retoñan. Cada estudiante adoptaba una planta que marcaba con su nombre, y además, con su puño y letra, hacía el dibujo y describía la preparación: qué cura y cuánta cantidad se usa. En algunos casos, según fuera su abundancia o escasez, llevaban plántulas a sus hogares para compartir con familiares y vecinos, a fin de garantizar su existencia en la vereda.
Para los años venideros, guiados por Los secretos de las plantas, 50 plantas medicinales en su huerta, de Secretos para contar, deberíamos publicar un libro con la información y los dibujos realizados por los estudiantes sobre las noventa plantas medicinales de la vereda El Guayabo, con un lenguaje del común, de fácil entendimiento, para que las generaciones futuras tengan acceso a ese conocimiento que hoy poseen nuestros abuelos, y que volvió a juntar a las familias en torno al relato, la escucha y la transmisión de saberes. Solo de esta forma podemos decir de buena semilla, buena cosecha.
Lo más seguro es que después de leer este relato te duela un poco la garganta, pero no te preocupes, que aquí te traigo una buena receta: Toma tres hojas de eucalipto blanco y ponlas a hervir con una taza de agua; deja reposar e inhala dicho vapor, de esta forma tu dolor poco a poco irá desapareciendo. Si con esta no mejoras, entonces las hojas de la amoxicilina son lo mejor. Para su preparación solo necesitas hervir un poco de agua con cuatro hojas de esta planta; deja reposar y te la tomas bien tibiecita dos veces al día. Espero que te sirva.