Sede El Cedro, Institución Educativa Rural Abelardo Ochoa
Sede El Cedro, Institución Educativa Rural Abelardo Ochoa
Nací en el que es considerado por muchos el pueblo más lindo de Antioquia (Jardín), al lado de guayacanes, paredes de piedra y café. Crecí en una finca con mi papá, mamá y hermana, rodeado de moras, granadillas, maíz y frijol, cerdos, gallinas, peces, caballos y vacas que debíamos contar y encerrar. ¡Cuánta admiración para mis padres, que me enseñaron a cuidar la naturaleza, a sembrar y a luchar y entender que la educación era lo más importante que me podían dar! ¡Cuánta razón hay en esas palabras!: las recuerdo cuando escribo, comparto con mis estudiantes y me dirijo a un público. A ellos debo todo y solo a ellos agradezco lo que soy; las demás circunstancias de la vida, a Dios y al azar de la existencia.
Lo que les voy a contar tiene que ver con un viajero y con cómo nacen las cosas. Porque sí, todo en la vida nace, da sus frutos y se transforma en polvo de estrellas, de lo que estamos hechos tú y yo. Forman parte de esa transformación constante que sufren las cosas: la mesa en la que escribo, el papel que tomas en tus manos para leer, las paredes cómplices de este relato, el río que ruge a escasos metros cada vez más fuerte a medida que desciende por las empinadas montañas…, y, unidas por capricho del creador, son testigos de lo que a continuación sucedió.
Un viajero de lejanas tierras, después de atravesar sendas colinas, divisó una población que vivía al lado de un gran árbol de cedro que se encontraba sobre una enorme montaña, por la que brotaban grandes y pequeñas lágrimas de agua que formaban las diferentes cañadas. De sus cauces, los seres sustentaban su vida…, pero un día cualquiera olvidaron su conexión con la tierra. Los habitantes de este bello lugar dejaron de autoabastecer sus despensas con los productos que históricamente cultivaban. Asimismo, de sus mesas, de sus platos y de sus paladares se ausentaron alimentos que antes no faltaban.
En vista de lo que pasaba, el viajero decidió que quería ayudar y transformar la vida de este hermoso lugar. Lo primero que hizo fue asistir al espacio en el que se ilumina el alma, al templo de la ciencia: la escuela. Inició con los menores un juego de aprendizaje en el que reconocer la naturaleza como un ente vivo y el idioma de las plantas a través de las matemáticas, el arte, el lenguaje y las ciencias naturales fuera una oportunidad de crecer, de transformar y de conocer.
Las prácticas del laboratorio las llevaron a cabo en un pequeño lugar de 50 metros cuadrados en el que cultivaron repollos, frijoles, lechugas, zanahorias, cebollas, tomates, alverjas y pepinos. Para adecuar este espacio, los mayores asistieron al encuentro y, con su fuerza, trabajo en equipo y conocimiento, lograron transformar e impregnar voluntades y enseñanzas en sus hijos. Poco a poco los frutos de la labor permitieron que los alimentos volvieran a las mesas de los menores, quienes degustaron sus sabores, disfrutaron de sus colores y sintieron la energía. La tarea no era fácil, requería de empeño, de esfuerzo, de ser resilientes para afrontar las dificultades que ocurren cuando se desea atrapar las mieles de la montaña. Vieron que era bueno y que valía la pena.
El trabajo del viajero consistió en convertir el laboratorio en un escenario de aprendizaje en el cual se validaran los conocimientos a través de la experiencia, la experimentación y la comprobación de hipótesis. Los menores comprendieron su papel activo y constataron con los sentidos sus aprendizajes; sus comportamientos y actitudes fueron más críticos y constructivos en la búsqueda constante de la transformación de su montaña y de la solución de sus problemas. También aprendieron que la tierra plantea múltiples posibilidades y formas de relacionarse con el mundo de la ciencia, el lenguaje, las matemáticas y el arte, y que de ella venimos y a ella nos debemos, que solo tenemos una y que lo que hagamos hoy es el inicio de lo que recogeremos mañana.
Fue así como llegaron otros viajeros, motivados por su antecesor. Arribaron para dar un poco de su energía vital y enseñaron, además, a cuidar las plantas de aquellos insectos que las podían perjudicar, y sobre la importancia de nutrirse correctamente y cómo se podían transformar con ricas preparaciones los alimentos que muchas veces se miran, pero que pocas veces se ven. Del mismo modo, enseñaron a defender el bien más preciado, que es el agua, a tener conciencia sobre el consumo y a disponer de buena manera los residuos que inevitablemente producían.
Tiempo después, los menores y mayores fueron invitados a conocer otros lugares en los que viajeros experimentados dominaban a la perfección las montañas. Allí comprendieron que lo hecho tenía sentido, descubrieron nuevas formas de pensar, transformar su contexto y comunicar sus sueños, anhelos y frustraciones…; aprendieron que donde se saca y no se echa, no prospera la cosecha.
Nuevos y antiguos viajeros se reunieron, reconocieron que otros habitantes de lejanas tierras debían aprender a transformar su energía, a respetar, a visionar nuevas formas de relación y experimentación, a posibilitar cambios. Esta nueva actitud les gustó a los viajeros y los hizo felices. Decidieron, entonces, crear redes de conocimiento y comunidades de aprendizaje, definieron seguir uniendo esfuerzos para mejorar y compartir saberes, pero descubrieron que las herramientas eran limitadas, así que pidieron ayuda: varias organizaciones, como Corantioquia, Secretos para contar y Alianza ERA, participaron con recursos y conocimientos valiosos que les sirvieron para continuar las sendas de la transformación de las montañas. Escribieron libros para que nunca más los habitantes de lejanas montañas olvidaran lo enseñado, y que nuevos viajeros dispuestos a emprender la travesía en sitios inexplorados llevaran el mensaje; así pues, publicaron La casa y el campo, Del campo a la mesa, Los secretos de las plantas y La finca viva, para que los jóvenes pudieran formarse. A fin de transformar las realidades adversas, fortalecieron estrategias como las pedagogías activas, la instalación de los microcentros o redes de enseñanza, el Gobierno Estudiantil y el seguimiento a los proyectos pedagógicos productivos. También, ofrecieron herramientas valiosas como la dotación de los CRA y crearon universidades para que el conocimiento estuviera más cerca de todos.
Nuevos significados habían surgido, nuevas personas emergieron, escenarios nuevos descubrieron. Cuando el viajero se sentó a reflexionar sobre todo lo sucedido, se sintió bien, sonrió y agradeció al Ser Supremo por la vida; meditó sobre el largo viaje y cuánto había trasegado. Al final tomó una piedra y esculpió con letra clara y firme: “Quien siembra amor cultiva esperanza”.
Y colorín colorado, la historia de nuestro viajero no ha terminado: sigue escribiéndose, sigue transformándose y sigue enseñando que el camino no es fácil, tampoco imposible; que viajeros nuevos retomarán su rumbo o emprenderán nuevos pasos en la búsqueda constante de vivir en un mundo mejor, un mundo en paz, un mundo en el que los mayores, los menores y las montañas sean felices y respiren amor.