Alianza ERA

Educación Rural para Antioquia

Explorando un mundo conocido pero desconocido

Edith Cristina Díaz González

Sede María del Mar, Institución Educativa Rural Trinidad Arriba

Nací en el municipio de Amagá. Soy una docente inquieta, arriesgada y exploradora. He podido escudriñar y descubrir momentos gratos y otros no tanto en esta aventura que se llama vida; momentos que me han llevado a ser lo que ahora soy, y de lo cual me siento orgullosa.

Explorando un mundo conocido pero desconocido

Día a día llegan cambios a nuestras vidas: ayer era una maestra urbana, hoy soy una maestra rural, y serlo nunca estuvo dentro de mis opciones. En realidad, pensaba que no dejaría de trabajar en mi zona de confort, pero hay momentos para tomar decisiones y enfrentar cambios que dejan huellas y enseñanzas. Fue así como llegué a la escuela María del Mar, del municipio de Nechí, un lugar que no conocía, ubicado en el Bajo Cauca, subregión del departamento de Antioquia.

Inicialmente fue fundamental realizar un diagnóstico para reconocer y observar la cotidianidad de la escuela y la comunidad. Este me permitió ver una realidad en la que predominaba un panorama difícil: una gran problemática de convivencia y empatía con el medioambiente y unos niños y niñas imitadores de patrones de comportamiento poco favorables.

Así identifiqué la necesidad de aprovechar los espacios y recursos, y me di cuenta de que había escasez de materiales externos, pero riqueza de recursos naturales. Ahora tenía un torbellino de ideas en mi cabeza y por esto, mientras caminaba, pensaba en soluciones a una problemática que no generaba ruido y que se volvía paisaje para muchos: el poco sentido de pertenencia por la escuela y la contaminación constante, que configuraban un espacio poco favorable para los estudiantes y la comunidad en general.

Cuando inicié el proceso de socialización con los padres de familia mediante reuniones y talleres, les di a conocer el trabajo que quería hacer con los niños y las niñas, y les hice saber que, como comunidad, también tendrían que formar parte de este proceso. Allí tuve que ser cuidadosa con mis palabras para que no se sintieran atacados, y traté de ser lo más clara posible dándoles a conocer la problemática, a fin de hacerlos conscientes de su responsabilidad, ya que parte de esta contaminación se derivaba del trabajo que ellos desarrollaban para su sustento diario: la minería y la ilegalidad.

Escuchando las opiniones de los padres, me encontré con un gran desconocimiento respecto al daño ambiental que estaban provocando a su propio territorio, aquel que habitaban y les brindaba su alimento. Cabe anotar que esto es una responsabilidad conjunta, ya que hace falta que entes de control trabajen con aquellas poblaciones para capacitarlas, hacen falta unos verdaderos dolientes que ayuden a rescatar a la naturaleza de estas manos salvajes que desangran poco a poco su esencia.

Ante aquel planteamiento algunos se mostraban receptivos y dispuestos; otros, con un alto tono de voz y caras malhumoradas, defendían sus prácticas equivocadas de tala de árboles, quema de basuras, contaminación de ríos y quebradas; y la consecuencia que más me dolía: la muerte lenta de la infraestructura de la escuela, una gran afectación para la población estudiantil.

Comencé, entonces, la labor con los niños y las niñas, un tiempo maravilloso de aprendizajes convertido en aventuras. Era encantador ver cómo disfrutaban aprender y convertirse en los defensores y cuidadores de los espacios que los rodeaban. No hacía falta decirles que era una sensibilización porque espontáneamente, con la ingenuidad de sus comentarios, me mostraban que ellos también tenían responsabilidad con el daño ocasionado y que debían cambiar de actitud frente al cuidado de la escuela y sus enseres.

Un fuerte mensaje dejó en ellos el tener que caminar 10 minutos desde la escuela hasta un manantial a obtener el agua para preparar los alimentos e hidratarnos, para amortiguar el calor y la polvareda en nuestras bocas causados por el inclemente sol, que casi siempre nos brinda unos 38 grados centígrados de temperatura sin piedad (para acabar de ajustar, no teníamos energía para conectar un ventilador que nos diera un poco de frescura y, a su vez, poder espantar los mosquitos que diariamente querían devorarnos). Así tocaba, pues no contábamos con servicio de agua y la quebrada ubicada detrás de la escuela estaba contaminada por cianuro y otros químicos usados en la minería.

Les propuse, entonces, a manera de juego, convertirnos en guardianes, cada uno de ellos con responsabilidades dentro y fuera de la jornada escolar, ya que personas ajenas a la escuela pasaban y rayaban las paredes, despegaban las rejas de la ventana y por los huecos, entre los muros y el techo, la invadían para llevarse el material que con tanto sacrificio conseguíamos. Cuando sucedía, nos embargaba una gran tristeza e impotencia porque, a pesar de todos nuestros esfuerzos por sensibilizar a la población, esto seguía ocurriendo.

Pasó el tiempo y los niños y las niñas continuaron con sus misiones, lo que poco a poco, y con paciencia, fue mostrando resultados positivos: veíamos a las personas con otra actitud frente al cuidado de la escuela y más atentos a seguir las indicaciones para el cuidado y aprovechamiento del medioambiente.

El proceso de desaprender para aprender toma tiempo, y más en este contexto, donde por años han tirado toneladas de basura y químicos al río, y aún lo siguen haciendo, violando todos los derechos que este tiene.

Una sola golondrina no hace verano, pero no perdemos la esperanza de lograrlo con las voces de los niños y las niñas, quienes ahora, cuando van en el Johnson, se encargan de difundir entre los pasajeros el trabajo que venimos realizando y llamando la atención de aquellos que hacían caso omiso. Ahora vemos a niños y a adultos guardar la basura en el bolso para luego echarla en una caneca.

Ser guardianes ha sido un cargo que los ha hecho responsables de cada una de sus funciones, y verlos animados causa grandes emociones: alegría, satisfacción, motivación; pero también el inevitable dolor causado por el abandono del Gobierno, aquel al que le importa más invertir en guerra que en educación, y deja en el olvido a aquellos territorios alejados de las grandes ciudades, los cuales necesitan ayuda económica, salud, educación y recursos para vivir dignamente.

En mi tiempo de labor como docente, nunca me había sentido tan abandonada ni con tanta sensación de impotencia. En la ciudad, porque hay más oportunidades, es menos complejo cumplir con las obligaciones. Pero aquí, en el campo, se convierte en todo un reto, porque la pretensión es que sus estudiantes tengan una formación continua y disfruten de su derecho a educarse… ¿Y cómo hacerlo sin oportunidades y sin recursos?

Era consciente de que no podía ser una heroína que llegara a cambiar todo de un momento a otro; pero acá estaba tratando de mover pensamientos, tocar la sensibilidad de muchos y lograr algunos cambios. El proceso continúa y espero que los guardianes de la escuela María del Mar vayan pasando de generación en generación, ya que, aparte de ser una gran aventura para ellos, también es necesario, porque aquí, en la ruralidad, se abre un abismo tan profundo con lo urbano que parecieran dos mundos distintos.

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