Sede La Borraja, Institución Educativa Rural Santa Inés
Sede La Borraja, Institución Educativa Rural Santa Inés
Aún recuerdo cómo la dulzura de su tenue voz calmaba mis llantos, que entre susurros se ahogaban con el tormentoso y caudaloso río La Chaparrala, el cual refrescaba con aires de diversos matices las ventanas de mi hogar. Andes, un paraíso escondido entre montañas, donde ha transcurrido mi vida, sus penumbrosas calles que merodeaban mis primeras diabluras.
Mi madre, quien aunaba esfuerzos por verme crecer distante de tanta maldad y vicios, logró forjar en mí a un hombre lleno de esperanza y firme en mis convicciones. Siempre soñé ser un gran lector y devorarme al mundo a través de las letras y sus fascinantes relatos. Amante de la aventura y de la diversión, creo que conocer otras culturas enriquece la vida del ser humano.
Eran las 5:00 de la mañana y el reloj corría taciturno. Yo me apresuraba para llegar a ese lugar donde iniciaría mi carrera docente. ¿Cómo sería ese primer momento?
Aún recuerdo cómo ese jueves el sol se levantó, mientras me aventuraba por los espesos caminos que conducen a la vereda La Borraja. Llevaba conmigo una mochila cargada de sueños, pasiones e ilusiones que, a medida que avanzaba, se desvanecían. Pero la distancia no me iba a derrotar, la música era mi mejor compañía para tan pavoroso terreno. A la distancia observaba la estructura de una vieja escuela, donde por generaciones trasegaron las fluctuantes juventudes borrajeñas.
Con el último suspiro logré llegar a este lugar, donde me esperaban 26 jovencitos con ansias de conocerme. Una vez allí, guiado por una estudiante llamada Ana (a quien recuerdo por su feroz temperamento), le pregunté:
—¿Y este terreno aledaño a la escuela a quién pertenece?
Con voz temerosa trató de decirme que este pertenecía al centro educativo, pero que estaba abandonado. Y es que era preocupante observar plantaciones de café que se podían medir, a ojo, de tres metros de altura. Ya me imaginaba todo un Hansen, blandiendo una motosierra y cortando los toscos cuerpos tallados por esbeltas ramas, que de lejos no discernía si eran del mismo árbol o de su vecino.
—Pues… esperemos que a usted sí le guste trabajar el campo —expresó Ana. Encantado le conté que una de mis grandes pasiones era vivir la vida del campo y todo lo relacionado con él. Los días fueron pasando y yo, poco a poco, me acomodaba al intenso frío de estas coloridas montañas. Para la primera semana, con machete en mano, estudiantes y algunos padres de familia habíamos logrado devorar toda esa espesa maleza que hacía ver a la institución como si fuese parte de una película de terror.
Ese fin de semana, en una noche de bohemia y creyéndome todo un Shakespeare, empecé a escribir poesía a esas hermosas tierras como si locamente me hubiese enamorado. Entre trago y trago pensaba cómo recuperar el tiempo perdido, cómo hacer para que cada uno se enamorara de su escuela… Así que decidí elaborar un plan con el cual les plantearía un trabajo que transversalizara las prácticas del campo.
El plan consistía en trabajar un viejo y conocido proyecto que, para mi modo de pensar, todos deberíamos implementar. Este proyecto lleva por nombre Soberanía Alimentaria, y la idea es que en cada casa los estudiantes cultiven un producto que ellos mismos deben cuidar. Al cosecharlo se convierten en custodios de semillas, semillas limpias y orgánicas que servirán para luego proveer sus canastas básicas familiares con más y mejores productos. Todo un cuento de amor, pero no en tiempos del cólera.
De manera infructuosa traté de conseguir semillas totalmente orgánicas para echar a andar el proyecto, pero fue imposible. No obstante, luego de tres semanas de acoplamiento, de ires y venires, organicé varios frentes de trabajo con el fin de implementar un proyecto de huerta, el cual involucrara a todos los estudiantes. Ellos, aunque motivados, no sentían esa euforia, ese cariño, ese placer de elaborar una cama (término popular que se refiere al lugar donde se sembrará). Yo, por mi parte, veía impotente cómo estos chicos, siendo del campo, sentían desagrado por él y un gran puñado soñaba con migrar a otras latitudes, donde no tuviesen que dedicarse a las labores agrícolas. Parecía todo un clásico, buscando el sueño americano. Intentaba hacerles ver que el inicio para forjar un futuro sí lo podían hallar en la ciudad, pero que la culminación de ese futuro debía reflejarse en el campo.
El proyecto continuaba y los estudiantes solo se dirigían a la huerta porque esta les generaba una nota. Me sentía exhausto y lleno de rabia, seguía sin entender sus pretextos. El tiempo pasaba y año tras año los chicos solo veían a la huerta como algo obligatorio. Cierto día, en uno de esos chispazos que cada maestro tiene en el aula, se me ocurrió el pretexto de laborar en la huerta escolar como un método de emprendimiento colectivo, es decir, crear empresa con los productos que nuestra tierra producía. Fue así como los estudiantes empezaron a cambiar la concepción de una huerta aburrida a una opción de negocio. Ahora bien, por estos tiempos la Alianza ERA hacía sus primeros pasos con nuestra institución, y, a partir de talleres y dotación de diversos materiales, se fueron fundiendo con nuestro proyecto educativo.
Empezamos a llamar a la huerta escolar proyecto pedagógico productivo (PPP), y aprendimos nuestras primeras nociones de emprendimiento.
Cierto tiempo después, y nuevamente en el aula, varios estudiantes vociferan…
—¡Profe!, ¿otra vez para la huerta?
—Sí, muchachos —digo mientras que la gran mayoría, con voz de desagrado, sacude sus cabezas con el ímpetu y las ganas de no hacer nada… Entre chanza y chanza nos decidimos a tomar las herramientas con las cuales vamos a labrar el campo: machetes, azadones y palines sollozan al andar.
De camino a la huerta voy pensando en el hecho de que la juventud de ahora no siente el mismo amor por el campo, el que nos inculcaron nuestros antepasados. Y es preocupante observar cómo cada uno de los estudiantes solo piensa en migrar a las grandes ciudades, buscando un mejor futuro, pero… ¿acaso el campo no es un excelente futuro?, ¿qué vamos a comer si todos nos trasladamos a las grandes urbes?, ¿cómo podríamos suplir todas nuestras necesidades?
—Chicos, hoy solo vamos a realizar labores de limpieza en los sembradíos —les digo.
Inmediatamente, con aires de pereza, se reparten entre el lote. Los chicos gritan con alegría:
—Ya el maíz está despelucando.
Con asombro levanto la cabeza y veo a la distancia unas protuberancias que van saliendo a los costados de la planta, como si se tratase de un ángel intentando abrir sus alas. Y es que es hermoso observar las matas de maíz, frijol y arveja que ya tienen un buen tiempo de sembrados, y que alcanzan gran tamaño.
Entre tanto, los estudiantes del grado undécimo van contando sus experiencias en la U en el Campo, sobre cómo se proyectan en un futuro cercano. Mientras ellos dialogan y poco a poco labran la tierra, me entrometo en la conversación y trato de ahondar en sus proyectos de vida; en lo que ellos esperan para un futuro. Escondido entre arbustos y matas de maíz, se escucha la voz de Leiner, quien apacible cuenta cómo llevará a cabo su proyecto de grado, que casi está por finalizar.
—Profe, mi intención es proyectar el café que producimos en la casa para que todas las personas lo conozcan… Esta semana le harán una prueba de taza.
El corazón se me acelera y apresuradamente le digo:
—Cuenta conmigo para lo que necesites —asiento cabeza y, una vez más, vuelvo a hablar—. ¿Por qué no le hacemos un estudio de mercado? Podríamos buscarle comercio entre los mismos vecinos. —Hago una pausa, suspiro y digo—: ¿o qué tal que algún día te vayas a recorrer el mundo exponiendo tu propia marca?
Leiner, con una alegría marcada en su rostro, se ruboriza y dice:
—¿Por qué no?: todos podemos soñar.
Un estudiante interrumpe la conversación y todo queda allí.
20 días más tarde, mientras discutíamos un ensayo de Michel de Montaigne sobre cómo el filosofar es prepararse para morir, Leiner vocifera:
—Profe, por eso es que las cosas no se pueden dejar para mañana: hay que hacerlo enseguida. —Levantando su celular como quien alza glorioso un gran trofeo—. Profe, mi café fue seleccionado como una de las mejores tazas.
Sorprendido, aproveché la situación para darles una charla motivacional sobre cómo podemos crear empresa a partir de nuestro contexto y sin tener que salir de nuestro entorno. La clase termina y Leiner y yo nos quedamos departiendo unas breves palabras al sonido producido por el canto relajante de los pájaros. Lo aliento a que siga construyendo su proyecto de vida con su mente emprendedora y a que sea un ejemplo en la vereda. Hoy su café se está posicionando en grandes mercados, tanto así que su producción, en la gran mayoría, se ha estado yendo a los procesos de tostión con el fin de resaltar los sabores de su excelso café.
Así, un simple proyecto de huertas terminó convirtiéndose en un impulsador de proyectos de vida, porque quien planta y cría tendrá muchas alegrías.