Sede Olaya Herrera, Institución Educativa Pascual Correa Flórez
Sede Olaya Herrera, Institución Educativa Pascual Correa Flórez
Nací en un alto de la vereda El Cinco, del municipio de Fredonia, bajo la protección de mi madre, porque a mi padre se lo llevaron las entrañas de la tierra: una tragedia de una mina de carbón que dejó una viuda y siete hijos. Desde pequeño trabajé y estudié para salir adelante y lograr mejorar las condiciones familiares. El estudio se convirtió en mi mejor aliado, ser maestro en mi mayor inspiración y la familia en una gran bendición. Me encanta escuchar los sonidos de la naturaleza, compartir con mi familia, entablar una conversación y lograr que, a través de mi gestión, muchas personas alegren su corazón. Así me levanto cada día para vivir con pasión.
“Secretos encontrando, por la vereda ando” es una propuesta que pretende ir más allá del aula y de los muros de la sede Olaya Herrera, y que nació en Los Balcones de Amagá, como es conocida la vereda Nicanor Restrepo.
Como maestro observaba detenidamente cada mañana cómo llegaban los alumnos con su morral y su lonchera, algunos después de caminar varias horas y con sus botas llenas de pantano. Estas eran sus cómplices para iniciar una jornada escolar. Otros venían a caballo, su único medio de transporte, directo a la escuela de don Jorge. Sus saludos, abrazos y miradas me iban generando interrogantes: ¿qué historia hay detrás de cada mirada?, ¿qué secretos hay para contar?, ¿cómo alegrar sus corazones?, ¿cómo fortalecer la relación escuela-familia?, ¿cómo hacer para tener estudiantes motivados y aprendizajes significativos?
Un día, mirando fijamente un parapente que salía desde la parte alta de la vereda, dejé que mi imaginación volara con él y se convirtió en la inspiración para desarrollar una estrategia que permitiera vincular a las familias, transversalizar las áreas en las prácticas educativas, humanizar el conocimiento, involucrar a los actores de la comunidad, posibilitar la reflexión en conjunto… En pocas palabras, trabajar en equipo.
Juntos iniciamos la aventura que consistía, por un lado, en visitar cada hogar de los estudiantes en busca de secretos para contar, y, por el otro, en invitar a los padres de familia a un día de clases con sus hijos, para que vivieran una jornada inolvidable. No podría faltar un recorrido por las fincas productivas y proyectos de emprendimiento de la zona para conocer el contexto. En fin, escuela, familia y comunidad en una sola misión, todo en pos de la felicidad educativa.
Empecé el recorrido tomando mi mochila con las provisiones necesarias para el camino que me conduciría a cada hogar en compañía de la docente orientadora: no podía faltar el sacapuntas para sacarle filo al amor, el lápiz que escribiría la historia encontrada en cada visita, un cuaderno para tomar nota de la dulzura de cada hogar, la regla para trazar los caminos que diariamente recorre cada niño, los colores para transformar las dificultades en oportunidades, las tijeras para recortar las brechas sociales, la plastilina para moldear corazones, una hoja en blanco para plasmar allí el diagnóstico detectado, una carpeta para guardar los mejores momentos y un diccionario para buscar las respuestas a las preguntas surgidas en la visita. Como todo maestro rural, mi maleta estaba cargada de todo lo necesario para hacer de esa aventura el momento más especial.
El punto de partida es la escuela, la mochila al hombro y comienza el recorrido. Haber enviado con anticipación las invitaciones a las familias generaba un poco de tranquilidad.
En medio de una mañana fría, en compañía de los sonidos de la naturaleza, fuimos avanzando por los caminos de la vereda hacia las casas de los alumnos. Al llegar a ellas, las familias tenían la mejor pinta: esa ropa que se ponen el día domingo para ir a misa o salir a mercar al pueblo. Cada detalle fue fríamente calculado, pues no era un día cualquiera: llegaba de visita su maestro, en compañía de la docente orientadora. Una niña decía: “¡Primera vez que un maestro me visita en mi casa! ¡Mami, mami!, fresco para mi profe, que debe venir cansado”.
A pesar del cansancio, la lluvia, el barro, las lomas, los mosquitos y las distancias, entramos a una casa y a la otra y a la otra. Algo nos recargaba de energía en cada parada: era esa sonrisa de los alumnos, la amabilidad de los padres al recibirnos, ese grito que traspasaba las montañas de “¡ya llegaron!”. Todo esto era el combustible perfecto para continuar caminando entre las montañas de la vereda Nicanor Restrepo.
Sentados en los lugares dispuestos para recibir la visita, entablábamos un diálogo cordial y amable, que nos sirvió para ir generando confianza, y, así, conocer el contexto de cada uno… Eso sí, tanto el maestro como la docente orientadora tratábamos de ser muy observadores, para luego realizar el informe final.
No podíamos despedirnos sin antes dejar un dulce que compartieran en familia y una cartilla con algunas píldoras para mejorar la convivencia familiar. Levanté otra vez mi mochila para regresarla a la escuela y la llené de mucho sentimiento. Observar la realidad de cada uno de mis alumnos tocó mi fibra como maestro.
Guardé nuevamente el sacapuntas para sacarle filo a mi formación docente, el lápiz para escribir la gran responsabilidad de ser maestro, el cuaderno para tomar nota del contexto de los alumnos, la regla para trazar la ruta pedagógica a seguir después de conocer la realidad de las familias, los colores que trasformarán la motivación para asistir a clases, las tijeras para recortar la distancia entre familia y escuela, la plastilina para moldear las guías de aprendizaje, una hoja en blanco para plasmar los aprendizajes significativos, la carpeta que guardará las vivencias de la visita y un diccionario para buscar la felicidad en el corazón de cada uno de mis niños y niñas.
Después de recorrer los caminos de la vereda y visitar las casas de cada estudiante, los invité a subirse al Tren de un Día Diferente, donde cada padre compartiría una jornada de clases con sus hijos. Algunos se preguntarán: ¿por qué en un tren? No podemos olvidar la historia de la vereda: por allí, hace años, pasó el ferrocarril.
El maquinista informa que es hora de partir en busca de la corresponsabilidad, que el tren será conducido por el maestro don Jorge, y que, antes de subirse, presentará unos invitados especiales que formarán parte de este viaje: la docente orientadora y los funcionarios de la Secretaría de Educación, Deporte, Cultura y Turismo del municipio, quienes acompañarán el recorrido.
Ahora el nuevo maquinista da la orden de subir a los vagones convertidos en un aula. Con gran alegría, cada padre agarra su mochila y lonchera para vivir una experiencia inolvidable: un día de clases al lado de sus hijos.
No es una jornada normal, es un día diferente: los acudientes se sientan al lado de los niños y las niñas, con sus cuadernos y guías para iniciar las clases. El maquinista los invita a cantar, jugar, estudiar y compartir.
Dentro del vagón se escuchan algunas voces que rumoran “¡hace años no me sentaba en un pupitre!”, “¡qué bueno recordar la mejor época de mi vida, la escuela!”. El maquinista interrumpe y dice: “Pueden estar tranquilos: hoy será un día maravilloso. El propósito es que acompañen a sus hijos; no importa si no saben leer: las actividades fueron planeadas para pasar un rato agradable”.
A los niños se les ve felices y tienen un motivo para celebrar: sus padres están en la escuela. Suena la campana para el recreo y salen al patio a compartir la lonchera. Es un cuadro hermoso, nunca antes visto en la sede. Regresan todos al vagón para continuar con las actividades propuestas por el maquinista y los invitados.
Se aproxima el lugar de destino y uno a uno empiezan a bajarse. Solo se ven caras de satisfacción. Miro otra vez al cielo, observo al parapente y recuerdo que por la vereda ando y secretos encontrando.